Ernest Hemingway decía que el cuento era la fotografía de un instante... Y yo tengo mucho cuento
viernes, 31 de octubre de 2025
PRIMERA VEZ
Se llamaba Encarni y trabajaba en la charcutería de
la esquina. Tenía los dedos gruesos como morcillas, pero cuando cortaba el
jamón lo hacía con una delicadeza que rozaba lo erótico. Yo pasaba cada día por
allí, aunque solo necesitara pan o una excusa. Era mi primera vez con todo: con
la vergüenza, con el deseo y con esa sensación de estar a punto de hacer algo
estúpido.
Una tarde me atreví. Entré, esperé a que el cliente delante se fuera, y pedí
cien gramos de chorizo como quien se juega la vida. Ella me miró, arqueó una ceja
y dijo:
—Tú no vienes por el embutido.
—Depende del tipo de embutido —respondí, sin saber
de dónde me salió el valor.
Sonrió. Tenía un diente torcido y un brillo que cortaba el aire. Me ofreció una
loncha de jamón, la colocó en mi lengua con los dedos, y el mundo se detuvo.
Era salada, tibia, y me temblaron las rodillas. Ella siguió sirviendo jamón sin
dejar de mirarme.
—No sabías que lo ibas a recordar tanto tiempo, ¿eh?
Y no. No lo sabía. Cuando salí del local, la ciudad
parecía distinta: los coches, el ruido, las luces. Todo brillaba como si me
hubiera desnudado frente al mundo y el mundo me hubiera aprobado. Durante años
creí que aquel instante era el preludio de algo. Pero no volvió a pasar nada.
Ni con ella ni con nadie igual.
Hoy, cuando paso por la misma esquina, hay un local
de vapeo. Dentro, un chico tatuado vende nubes de sabor a frutos rojos. A veces
entro solo por verla reflejada en los cristales empañados. Porque fue tan bella
como una morcilla y tan delicada como una llave inglesa. Pero
fue mi primera vez.
«Exploramos no porque sea fácil, sino porque aún nos
queda curiosidad.» (Esta frase es de Michael Collins, que nació el 31 de
octubre de 1930 y su profesión fue la de astronauta; la verdad es que debió
sentirse un poco frustrado al ser –presuntamente- el único de los 3 primeros
astronautas que –también presuntamente- viajaron a la Luna y no la pisó. Y no,
no fue el que dijo “Houston, tenemos un problema”)
Si nació el 31 de octubre de 1949 lógicamente hoy cumple 76 años. Lo que canta e instrumenta cumplen menos, pero "deunidó"
Quan vam deixar
de preguntar per què
De petit volia entendre-ho tot: per què el cel
canvia de color, per què els adults callen quan algú plora. Em deien que el món
era senzill, que calia estudiar, treballar, somriure. I vaig obeir. Em van
donar un despatx, un cotxe i un sou; també un manual de com ser feliç sense
preguntar res. Un dia, al mirall de l’ascensor, vaig veure un home correcte,
educat, funcional... però buit. Vaig entendre que havia après a respondre, però
havia oblidat com preguntar.
miércoles, 29 de octubre de 2025
EL MINUTO MÁS LARGO
El minuto empezó antes de que lo pidieran.
Mucho antes de que sonaran las campanas o la
presentadora del acto aclarara la voz con solemnidad prestada.
Empezó cuando lo vimos llegar.
Con su traje negro, nuevo. Su cara, rehecha. Su
paso, firme.
Como si no hubiera dicho lo que dijo.
Como si no hubiera hecho —o dejado de hacer— lo que
hizo.
Como si no supiera que no lo queríamos allí.
El presidente de la Comunidad Valenciana caminó
entre nosotros como un turista despistado, incapaz de leer el idioma del duelo.
Evitaba miradas, pero no las cámaras. No trajo flores. Tampoco disculpas. Trajo
su presencia, que era lo único que le habíamos pedido que no trajera.
Las familias se tensaron. Algunos bajaron la vista.
Otros apretaron la mandíbula hasta el crujido.
Un niño, en la tercera fila, preguntó por qué venía
ese señor si mamá no quería verlo ni en las noticias.
Nadie respondió.
En los funerales, se educa en silencio.
La presentadora pidió un minuto.
Y el mundo se quedó sin ruido.
Pero no sin voces.
En ese silencio cabe todo:
Las sirenas que llegaron tarde.
Las casas que se cayeron solas.
Las manos que no llegaron a agarrar otras manos.
Las llamadas que no devolvieron.
Y esa rueda de prensa —la suya—, en la que dijo que
todo estaba bajo control mientras la gente trepaba a los tejados para no morir.
A los treinta segundos, se escuchó un sollozo.
A los cuarenta, alguien se levantó y se marchó.
A los cincuenta, el presidente se movió en su
asiento, incómodo.
Al llegar al minuto, nadie aplaudió. Nadie suspiró.
Porque en este país, hay minutos que duran para
siempre.
Y este —el más largo— aún no ha terminado.
Ni lo hará, mientras siga sentado ahí.
Como
si nada.
«Llorar puede traer alivio, siempre que no llores a
solas.» (Ana Frank 1929-1945. Nunca lloraréis sol@s)
Y nunca me cansaré de poner esta melodía en ocasiones muy especiales...
Niu a la butxaca
Quan sona El cant
dels ocells al vell transistor de l’àvia, el carrer es posa dret.
Les persianes tremolen com ales. Jo paro la tassa, escolto: cada nota fa olor
de farigola mullada. Recordo els que se’n van, els que no tornen, i m’hi
afegeixo en silenci, com si respirar fos traduir-los. Un pardal aterra a la
barana i em roba una engruna de pa i un record. Li deixo la porta oberta. Avui
el pau no és una paraula: és un ocell que em nia a la butxaca.
martes, 28 de octubre de 2025
INSTRUCCIONES PARA DOMAR LO INDOMABLE
Me
repetí mil veces que no debía hacerlo, pero la noche traía sus propias leyes.
La encontré empapada bajo la marquesina, temblando como un animal recién
parido. Tenía la rabia escondida detrás de los párpados. Le ofrecí té, toalla y
techo. Se quedó.
Antes
fueron otras: una que llegaba arañada de fiesta en fiesta; otra que hablaba con
la voz rota de quien ha cantado demasiado cerca del fuego. Todas salvajes.
Todas heridas. A todas las quise curar.
Y
siempre lo mismo: comen mi pan, duermen en mi lado de la cama, ronronean con un
miedo manso. Hasta que un día se despiertan con los colmillos afilados, la piel
reluciente y los ojos puestos en la puerta.
Nunca
me devuelven la mirada al irse. Solo dejan huellas: una camisa que huele a
selva, una taza mordida, un aullido en el pasillo.
No
hay que enamorarse de lo que vino huyendo. Porque cuando sana, no se queda.
Solo usa tus manos como puente hacia el monte. Y tú, idiota, te quedas mirando
la puerta abierta. Esperando otra tormenta. Otro relámpago. Otra pantera.
«Toda moral impuesta desde
fuera mata el alma; la verdadera moral nace de la expansión de la vida.» (Tiene
más razón que un santo –aunque fuera un filósofo anarquista y su vida se
expandiera solo 34 años- Jean-Marie Guyau, nacido el 28 de octubre de 1854)
Hoy hubiese cumplido 98 años pero se quedó en 97 y 9 meses, que tampoco está mal. Seguro que se llevó el recuerdo de cuando le dieron los últimos aplausos.
L’últim aplaudiment
El camerino feia olor de
maquillatge ranci i records gastats.
Ella es mirava al mirall com si busqués una versió seva que ja no hi era.
—Aquesta
nit sortiran els pallassos —va murmurar, i es va pintar el somriure amb pols
d’oblit.
A fora, el públic respirava
lentament, com si tingués por de trencar el silenci.
El teló es va obrir i els focus li van acariciar les arrugues com si fossin
cicatrius.
Cada rialla fingida era un crit disfressat.
Quan va acabar el número, ningú no va riure.
Només una llàgrima blanca li va caure per la galta.
Va fer una reverència i, amb veu d’espantall, va dir:
—Gràcies per venir a veure’m
fer veure que encara sé viure.
lunes, 27 de octubre de 2025
LLAVE
DE REPUESTO
Hoy borra su nombre del móvil como quien arranca
una tirita: rápido, sin mirar. Vacía el cajón: entradas de cine, un ticket del
kebab, la nota con su letra torcida. Mete todo en una bolsa y la ata fuerte.
Huele a lavandina y a domingo, mezcla que promete limpieza.
En la puerta, el gesto se atasca. La llave que él
dejó brilla como una uña recién pintada. Podría tirarla por el desagüe, podría.
En cambio, la desliza al fondo del buzón “por si…”. Luego sube el volumen del
timbre y baja las persianas a medias, como quien ensaya oscuridad pero deja
rendija.
En el contenedor, la bolsa cae con ruido de
despedida. Ella da dos pasos, tres. Regresa. Saca la nota arrugada y se la
guarda en el sujetador. Por si el pecho también necesita una contraseña.
«Uno siempre se pregunta por los caminos no
tomados.» (Seguro que Warren Christopher que hoy cumpliría 100 años se hizo esa
pregunta en innumerables ocasiones. Lo importante es encontrarse bien con el
camino recorrido… eso último lo he escrito yo, que conste)
Aunque hoy cumpla 51 años no sé si será de las que hoy lloran o ríen. Temblar seguro que tiemblan tod@s en su País cuando escuchan la motosierra.
Balcó
sense cortines
Al balcó, la
ciutat esperava plors que no li devia. Jo, amb la veu cosida de lluentons, vaig
dir que estava bé, que el poble era casa, que l’amor era suficient. A dins,
l’ascensor esborrava promeses entre pisos, i l’ombra del xofer comptava les
hores. No ploris per mi, vaig repetir, com qui es renta les mans amb perfum
barat. A la plaça, una banderola tremolava; al meu pit, només tremolava un botó
mal cosit. Quan van apagar els focus, ningú va mirar amunt: ja s’havien après
el comiat
domingo, 26 de octubre de 2025
EL GRITO AFINADO
Me
empujaron hacia el muro de ladrillo como quien arrastra una silla que chirría.
El patio olía a cloro rancio y zumo de naranja derramado; los fluorescentes del
porche zumbaban, implacables, como un enjambre educado. Nadie adulto a la
vista. Nadie que quisiera serlo.
—Así
que tú eres la nueva —dijo el que mandaba, gorra ladeada, sonrisa de acero
dulce—. Hoy te presentamos la casa. Bienvenida.
Sus
amigos formaron un semicírculo torpe, más músculo que idea. Dos compañeras me
miraron desde la sombra de la pista: el miedo les cuarteaba el maquillaje como
si fueran azulejos viejos.
—Aquí
las normas son simples —continuó él—. Tú no hablas si yo no pregunto. Si
colaboras, esto se olvida. Si no, se repite.
Sentí
el ladrillo helado en la espalda, rugoso, un papel de lija contra la camiseta.
Me sudaban las manos. El estómago era un ascensor sin cables. La rabia, en
cambio, tenía una textura seca, como el polvo del patio cuando el baloncesto
cae en el aro y no entra.
—Ni
lo intentes —alcancé a decirle, voz mínima, ojos fijos en sus ojos.
—¿Oís
eso? —se rió—. La valiente.
Alrededor,
los móviles asomaban como periscopios discretos. Una chica grababa con el
pulgar temblón. Otro, con camiseta del equipo, apuntaba sin disimulo. Nadie
intervenía, pero todos coleccionaban pruebas como si fueran cromos. Yo, que a
veces también he sido nadie, tomé aire.
Protocolo,
pensé. Señales. Salida. A la derecha, el pasillo hacia Conserjería; a la
izquierda, el merendero y, tras él, el despacho de la jefa de estudios. Tres
profesores charlaban lejos, con esa confianza de fin de recreo que lo explica
todo: si no miran, no existe.
El
chico dio un paso más. El círculo respiró al unísono. Yo apoyé las palmas en la
pared y noté una vibración sorda detrás del ladrillo, quizá el agua
serpenteando por las tuberías. Cerré los ojos un instante. Abrí la boca.
Grité.
No
un grito cualquiera. Un alarido entero, sin ahorrar ni un hueso de aire,
salvaje y afinado a la vez, como si desde el vientre tirara de un hilo que sube
por la garganta, tensa la cuerda y estalla en una nota que no se puede
discutir. El patio se detuvo: los pájaros callaron, la pelota suspendió su
bote, el enjambre fluorescente perdió el compás. Grité con memoria: la de otras
voces que nunca se permitieron llegar a la superficie.
El
eco chocó contra las paredes y regresó: tres veces. En la segunda, alguien dejó
de grabar y miró alrededor, buscando a un adulto. En la tercera, los profesores
dejaron de charlar y giraron la cabeza. Yo seguí, un segundo más, hasta que el
zumbido del porche se reordenó y el mundo volvió a moverse.
—¿Pero
qué haces? —dijo la gorra, la sonrisa ya sin brillo.
Saqué
el móvil del bolsillo delantero —mano firme, dedos secos ahora— y, aún sin
dejar de mirarle, pulsé el botón de emergencia. La pantalla, roja. Un pitido corto.
No llamé a nadie. No hizo falta. El círculo se resquebrajó por las esquinas.
—Esto
está quedando precioso en 4K —dije, una calma prestada—. Te invito a repetir tu
bienvenida para el protocolo.
—¿Qué
protocolo?
—El
que salta cuando cinco personas o más rodean a una sola junto a un muro y
alguien grita desde el diafragma. Ese. ¿Quieres que te lo explique o prefieres
salir conmigo en la reunión de la tarde?
Él
parpadeó, tres veces también. Noté que por fin me veía, no como presa sino como
espejo: el contorno de su cuerpo recortado en mi pantalla, el temblor minúsculo
en su mejilla izquierda. Alguien, detrás, murmuró: “tío, ya”. La chica del
pulgar temblón bajó el móvil hasta la altura del abdomen, como si de pronto
pesara.
—Aquí
no ha pasado nada —ensayó él, demasiado tarde—. Estábamos bromeando.
—Claro
—asentí—. Y yo soy el altavoz del patio.
Apareció
Conserjería primero, con su llave maestra tintineando, y detrás la jefa de
estudios con una carpeta que tenía pegatinas de planetas. Pocos adultos demoran
tanto sin parecerlo. Se acercaron sin correr, pero la gente se abrió como si la
velocidad fuera contagiosa.
—¿Qué
está ocurriendo? —preguntó ella, de frente, voz geográfica.
Yo
no le respondí a ella sino al patio entero, aún con la cuerda del grito
vibrándome en el pecho:
—Presentación
no autorizada. Seis contra una. Grabaciones múltiples. Puedo enseñar lo que
tengo.
Le
tendí el móvil. Ella lo recibió con cuidado de cirujana y miró un segundo a la
gorra. Entonces habló con esa precisión que te sostiene como una barandilla:
—Tú,
conmigo. Vosotros, también. Y tú —me señaló—, conmigo luego. Gracias por avisar
como has avisado.
La
gorra quiso decir algo, pero se le había desencolado la palabra. Uno de sus
amigos sacó los hombros del semicírculo, se disolvió hacia ninguna parte. El
resto imitó esa cobardía eficiente. Quedaron los tres que debían de creer de
verdad en él; le acompañaron con la lealtad triste de los perros cansados.
Cuando
se alejaron, el patio respiró normal. El enjambre de los fluorescentes recobró
el ritmo de oficina barata. La pelota picó y, esta vez, entró limpia por el
aro. Sentí las manos otra vez húmedas, pero ahora de otra cosa: no era miedo,
era una especie de descarga que me recorría los antebrazos. La rabia, por su
parte, se me había vuelto útil, como un destornillador que por fin encaja.
La
jefa de estudios regresó al cabo de unos minutos.
—¿Quieres
tomar agua? —preguntó.
—Sí
—dije. Y sonó a victoria banal, que son las mejores porque no piden permiso.
Bebí.
El agua estaba tibia, con ese sabor a metal amable de las fuentes del cole. Me
enjuagué la garganta, que aún era una cuerda tensa. Ella apoyó la carpeta de
planetas en el banco.
—Has
hecho algo muy difícil —añadió—. Y muy valioso. Vamos a mover todo lo que haya
que mover. ¿Te apetece que te acompañe a llamar en casa?
Asentí.
No quería ser heroína. Quería llegar a la tarde con tarea y merienda.
—Una
cosa —dije, antes de irnos—. Cuando les vea mañana, ¿qué hago?
Ella
sonrió con una esquina de la boca, como quien ha visto demasiadas mañanas.
—Mañana,
si te miran, les devuelves el espejo. Y si vuelven a acercarse, gritas otra
vez, pero no para romperte: para que se les rompa la costumbre.
Mientras
cruzábamos el patio, la chica del pulgar temblón se me acercó en paralelo, sin
atreverse a ponerse a mi altura.
—Lo
he borrado —susurró—. Lo que grabé. No podía… no sé.
—Vale
—le dije—. La próxima, si grabas, es para que sirva.
—La
próxima —repitió, como si fuese una palabra nueva.
Al
salir al pasillo, el zumbido se quedó atrás. Mis pasos sonaban limpios sobre el
terrazo. Me descubrí respirando a compás: cuatro dentro, cuatro fuera. Guardé
el móvil. Toqué el ladrillo con la yema de los dedos, un segundo, como quien
afina un instrumento antes de un concierto. Ya estaba afinado. Y yo también.
«Haz más de lo que te pagan
por hacer, y pronto te pagarán por más de lo que haces.» (Lo que no dijo Napoleon
Hill, autor de la frase y nacido el 26 de octubre de 1883, es cuánto tiempo
debíamos estar haciendo más de lo que nos pagan por hacer, porque a mí que ya
llevo años en esto, nunca me han pagado de más)
Si queréis distinguir de quién es hoy el cumpleaños, 73 para ser exactos, es el que lleva gafas. Vale, es moreno, si es que queréis que os lo ponga fácil.
Fils d’aire i monedes
La Gina tanca la caixa amb els dits adolorits; en Tommy fa d’electricista a fosques per estalviar quilowatts. A la nit, compartim sopa, una menta colada i promeses que peten com bombolles. “Això aguanta?”, pregunta ella. “Amb fil i una pregària”, dic, i estrenyem el fil: un cordill gris que vam trobar a la vorera, amarrat al nàufrag que som. Al televisor parlen d’èxits; nosaltres apaguem el soroll i entenem la música: respirar, besar, dormir a torns. Demà, si cal, ho cosirem altre cop. Amb aire. I genolls.