Ernest Hemingway decía que el cuento era la fotografía de un instante... Y yo tengo mucho cuento
lunes, 31 de marzo de 2025
MANUAL DE CRUCE PARA HUMANOS DESUBICADOS
Lo primero que hizo al llegar a Shibuya fue buscar el botón para pausar a la gente. No lo encontró. Segundo intento: fingir que sabía a dónde iba. Fracaso rotundo. Al tercer paso ya era parte del experimento: un señor con pinta de GPS estropeado dando vueltas en medio de una coreografía masiva.
Desde la pantalla, un gato 3D lo miró como quien observa a alguien que ha perdido no solo el rumbo, sino también el manual de instrucciones para ser turista.
—Aquí no se cruza —le dijo una adolescente sin despegar la vista de su móvil—. Aquí uno sobrevive.
Se dejó arrastrar por la marea humana hasta una esquina donde un semáforo parpadeaba como si dudara de su propia existencia. Frente a él, un cartel prometía que por mil yenes uno podía comprar felicidad, o al menos Wi-Fi.
Entonces entendió el secreto: nadie en Tokio sabe exactamente qué hace, pero todos lo hacen con estilo.
Se ajustó la bufanda como quien se prepara para una batalla silenciosa, levantó la vista hacia el gato gigante, y con la dignidad de un samurái jubilado, murmuró:
—Vamos, Shibuya. Hoy no me pierdes tan fácil.
Y volvió a cruzar. Por quinta vez. Al mismo lado.
domingo, 30 de marzo de 2025
DONDE EL TÉ FLORECE
Cada mañana, desde la ventana del tren, ella saludaba al monte sagrado. El Fuji devolvía la cortesía con una reverencia blanca, tímida tras su velo de nubes. Lo había convertido en su confidente mudo, su dios sin altar.
Aquel día de primavera, bajó en un pueblo que olía a cerezo recién abierto. El río susurraba historias entre las piedras, y los niños jugaban a esquivar el tiempo. Caminó sin saber adónde, guiada por una promesa que no recordaba haber hecho.
La encontró en una casa de madera, arrodillada sobre un tatami, midiendo el silencio en cucharadas de matcha. Sus movimientos eran lentos, como si cada gesto contuviera siglos. Al verla, no dijo nada, pero le sirvió el té con la precisión de quien sabe que no hay segundas oportunidades.
—Hace años que esperaba que volvieras —murmuró la mujer, sin mirarla a los ojos.
Ella sonrió, aunque nunca había estado allí. O tal vez sí.
El té tenía gusto a reencuentro, a nieve derretida y pétalos cansados. No preguntó su nombre. Solo bebió.
Cuando se fue, el Fuji ya no estaba oculto.
Y en la taza vacía, flotaba una flor que no había caído.
sábado, 29 de marzo de 2025
DONDE NO CAEN LAS FLORES
Cada mañana, Hiroshi cruzaba las piedras redondas del estanque como si el pasado quedara del otro lado. El templo, al fondo, parecía más una memoria que un edificio: rojo gastado, techo verdoso, quietud ceremonial. Nadie sabía su edad, pero todos sabían que él siempre había estado ahí.
—Hoy el agua no canta —dijo el jardinero sin levantar la vista.
—Tampoco yo —respondió Hiroshi.
En sueños, una mujer de kimono blanco le ofrecía una flor cerrada. Nunca florecía. Nunca hablaba. Solo le miraba con esos ojos que parecían pedirle algo que él ya no tenía.
Aquella mañana, Hiroshi se detuvo en la tercera piedra. El viento tembló entre los pinos. Miró el reflejo del templo y no se reconoció.
—Creo que es hora —murmuró, y siguió caminando.
Cuando llegó al otro lado, nadie lo vio. El templo tampoco pareció notarlo. Pero desde entonces, cada vez que alguien cruza las piedras, el agua suena diferente. Como si llevara una pena que no se puede nombrar.
Y bajo el cerezo sin sombra, las flores caen… pero nunca llegan al suelo.
viernes, 28 de marzo de 2025
EL SUSURRO DE YASAKA
Cada primavera, Aiko sube la colina de Gion con una flor de cerezo escondida entre los dedos. Dice que es para recordar a Haru. Otros dicen que es para no olvidarse de sí misma.
La pagoda de Yasaka se alza como un faro detenido en el tiempo. Desde que él se fue —hace ya cuatro estaciones—, las campanas dejaron de sonar. El rumor del viento se coló entre sus maderas antiguas, arrastrando nombres no dichos, promesas sin cumplir.
Esa tarde, el cielo se rasga de nostalgia, y los turistas, ajenos, disparan sus cámaras contra la memoria. Aiko se detiene al pie de la torre, justo donde Haru le dijo mata ashita —hasta mañana— y nunca volvió.
Saca la flor marchita del bolsillo y la deja caer al suelo. El viento la recoge como si supiera su camino. Entonces lo oye: una campana. Solo una.
Los locales dicen que la pagoda no suena desde hace años.
Pero Aiko sonríe. Haru ha vuelto, al menos esta vez, al menos para ella.
Y quizás, también, para la pagoda.
jueves, 27 de marzo de 2025
LA AUDIENCIA FINAL
—Nombre —gruñó Enma, sin levantar la vista del cuenco.
—Yamato Ichiro, señor —respondió el alma, todavía humeante.
—Causa de muerte.
—Ahogado en su propia vanidad, según parece.
Enma alzó una ceja. No era habitual que llegaran tan autoconscientes. Se inclinó hacia adelante, y el cuenco de juicio empezó a girar solo, mostrando escenas de una vida más teatral que trágica.
—Presumes de humildad, mientes con elegancia y ayudas cuando hay cámaras.
Ichiro sonrió.
—Es el mínimo para ser alcalde hoy en día, ¿no?
Enma se rascó la barbilla. El cuenco se detuvo. Dentro, un selfie con un perro prestado.
—¡Fuera! —tronó Enma—. Segunda vida como semáforo en una avenida muy transitada.
—¿Rojo o verde?
—Intermitente.
Ichiro desapareció entre luces parpadeantes. Enma suspiró y murmuró:
—Antes bastaba con no matar a nadie.
miércoles, 26 de marzo de 2025
DONDE EL SOL SE INCLINA
Cada tarde, justo antes de que el sol toque el horizonte, Hiroshi se sienta en el mismo banco frente al torii flotante. No espera nada, sólo contempla.
Dice que allí, cuando el agua se enciende en oro líquido y el silencio lo envuelve todo como una tela suave, escucha a su padre.
—Las puertas no separan, hijo —le dijo una vez—, conectan mundos.
Desde que murió, Hiroshi repite el ritual. Se quita los zapatos. Respira hondo. Observa cómo la luz atraviesa los pilares como si fueran huesos del tiempo. A veces, murmura un “perdón”, otras un “gracias”, y en contadas ocasiones, “todavía no”.
Una tarde, al ver el reflejo del torii descomponerse con el oleaje, supo que ya podía cruzar.
Se levantó, caminó hasta el borde del muelle… y se inclinó, justo como el sol.
Nadie lo volvió a ver.
Pero desde entonces, cuando el sol baja y el agua arde, los locales aseguran escuchar una voz leve entre las olas:
—Las puertas no separan. Conectan.
Y el torii, aunque inmóvil, parece inclinarse también.
martes, 25 de marzo de 2025
LA GRULLA INMÓVIL
Cada mañana, a la misma hora, el anciano subía los escalones del castillo como quien sube al cielo por última vez. Nadie sabía su nombre. Decían que llevaba ochenta años repitiendo el mismo trayecto, con la espalda doblada como un puente entre siglos.
El Castillo de Himeji lo observaba con sus ojos blancos de yeso, inmóvil, paciente. A veces parecía inclinarse, apenas, como si quisiera escuchar los pasos del anciano. Nadie más lo notaba, pero yo sí.
Una tarde, al pie de la muralla, lo esperé. Quise preguntarle por qué volvía siempre, qué buscaba. Pero solo me miró, se quitó el sombrero con una reverencia milenaria y dijo:
—Ella aún baila aquí, al amanecer.
No supe si hablaba de una princesa, un recuerdo o un fantasma.
Desde entonces, subo yo. Cada día. A la misma hora. He visto la niebla abrirse como cortina. He sentido la piedra temblar bajo mis pies. Y una vez, juro que vi una grulla blanca danzar en el patio vacío, justo antes de que el sol tocara la torre más alta.
Tal vez, mañana, me quite el sombrero yo también.
miércoles, 19 de marzo de 2025
LA DUDA ES UN HOTEL SIN CHECK-OUT
—¿Y si se lo decimos? —pregunta
ella, cruzando los brazos como quien intenta mantener encerrado algo que lucha
por escapar. Sus ojos siguen la trayectoria invisible entre la lámpara y la
mancha de humedad del techo, convertida ya en un símbolo de nuestras promesas
incumplidas.
—¿Decírselo a quién? ¿A él? ¿A
ella? ¿Al terapeuta? —respondo desde la cocina, simulando aún que bebo un café
frío que hace rato terminé, porque hasta en la vida real, el teatro siempre
continúa.
—A ella, obviamente —aclara con
una mueca, porque en nuestra relación las obviedades son mi territorio favorito
para el sarcasmo.
—Claro, nada más navideño que
un mensaje tipo: “Querida desconocida, queremos informarte de que tu marido, a
quien seguramente adoras, es un idiota con certificado oficial”—.
Ella suspira fuerte, como haciendo un inventario
de paciencia.
—No es gracioso —dice con esa
gravedad que, sin querer, vuelve cómico todo lo que intenta ser solemne.
El asunto no es trivial. No hablamos de una
simple infidelidad, sino del espectáculo patético de un tipo casado recopilando
números de teléfono durante toda una boda, como un niño en una feria intentando
llevarse todos los premios, pero que siempre pierde en la caseta del sentido
común.
—Ya lo había visto antes —añado
girando inútilmente la cucharilla—. Fue en un evento de la empresa, recuerdo
cómo se lanzó sobre la becaria con toda la sutileza de un rinoceronte en una
cristalería.
Ella arquea las cejas, incrédula ante el mundo
masculino y su infinita capacidad para justificar lo injustificable.
—¿Y nadie dijo nada?
—¿Qué podíamos decir?
¿"Brindemos por la fidelidad y la decencia"? Él siempre tiene un
repertorio de excusas: una copa de más, estrés laboral, la influencia astral de
Mercurio...
Entonces llega esa pregunta. La que se desliza
sobre la mesa con la lentitud incómoda de un gato calculando su salto.
—¿Te gustaría saberlo si fueras
ella? —pregunta, clavando esa mirada judicial que ya conoce la sentencia.
La cocina se llena de silencio, tan espeso que
podría untarse en tostadas.
—No lo sé —respondo, y noto el
gusto amargo de la duda—. Tal vez. Pero si fuéramos sus amigos, probablemente
ella ya lo sabría. Estos tipos dejan marcas, aunque luego las intenten borrar
con lejía emocional.
Mi mujer se muerde el labio, desmenuzando internamente
el dilema ético.
—Si se lo decimos, destruimos
su matrimonio. Si no decimos nada, somos cómplices.
—O simples testigos —corrijo,
aferrado todavía a la taza vacía—. Testigos mudos, pero testigos.
Ella lanza un suspiro largo, un viento de
frustración.
—¿Y eso es suficiente?
—Mira, si un árbol cae en el
bosque sin nadie cerca, igual hace ruido. Pero si un idiota estrella su vida
contra la pared, quizá no sea nuestra tarea poner subtítulos.
El reloj marca la medianoche. La respuesta no
llega. Tal vez nunca llegue. O quizá esté escrita en la mancha de humedad del
techo, que sigue creciendo lentamente mientras nosotros dudamos. Porque la
incertidumbre es un hotel barato: fácil entrar, casi imposible encontrar la
salida. Y aquí estamos, alojados indefinidamente, sin un check-out a la vista.
«Las palabras sin acciones son
como flores sin aroma: bellas pero vacías.» (Ashikaga Yoshikatsu, nacido el 19
de marzo de 1434 y traspasado a la habitación de al lado el 16 de agosto de
1443 este joven shogun japonés casi no tuvo tiempo más que para acuñar un par
de frases y en esa estuvo lo que se dice sembrado... de flores)
Y que cumplas muchos más de los 79 de hoy aunque, vaticino, que en breve los del vídeo y tu pasaréis a "zombies"
L'estació dels cossos
La
Júlia i el Marc es trobaven cada estiu a la cala dels Pins, on es despullaven
lentament, entre rialles i vergonya. «És l’estació dels cossos», li deia ell
amb veu burleta. Però aquell any, la Júlia no arribà. El sol cremava diferent,
i la sorra, buida, era més calenta. Ell esperà hores, fins que entengué que
l'estació havia canviat, com canvien les mirades quan ja no es reconeixen.
Encara avui, el Marc torna a la cala buscant aquell temps, ignorant que la
Júlia fa temps que viu en un altre estiu, en braços d’algú que sí sap
estimar-la.